Alfonso Caraballo

Soy uno de los dominicanos que está en su casa, levantándose en el túnel de otro día más de cuarentena. Hoy es sábado. La mayoría de estos días no he sabido que día es, pero hoy sí que me he levantado consciente de que es sábado y sigue el confinamiento.

Siento este encierro como un acto cruel ejecutado por uno de esos nervios oscuros que rigen el universo. Si, porque para mí, más que una medida sanitaria es un acto de finísimo humor cósmico. Una especie de juego siniestro de algún agujero negro bebé que necesitaba variar nuestras reglas de juego para enriquecer su dieta.

Una de las primeras tareas del día es organizarlo, ponerle algunas reglas, aunque sean mínimas y decentes. Mientras estoy en eso, el sonido que hace un chorrito de agua que cae de la llave del fregadero me distrae, como queriendo entorpecer el natural fluir de estas palabras. Entonces tengo que interrumpir mi ritual y cerrar la llave de paso para acallar a ese monstrico líquido que la realidad interestelar activa en mi cocina.

He cerrado la llave de paso y me reinstalo frente a mi computadora. Estoy satisfecho. Continúo dándole forma a este sábado.

Decía que este día emerge desde el calendario con identidad propia, la de un sábado de cuarentena, pero como una cebra urbana, con sus rayas de anotar actividades en blanco. Debo ir vertebrando ahora sobre esas líneas las cosas que haré para domesticar a este cuadrúpedo de veinticuatro horas que se ofrece a mi estoque.

Porque no es fácil encontrarse de repente frente a una pila de horas libres y verlas pasar una tras otras, como una retahíla de ovejas blancas, grises o negras, cada una haciendo lo que les venga en gana; no.

Estos días de cuarentena son un pasto fértil para la procrastinación. Para hacer una cosa tras otras evitando las rotuladas «Tares para hoy», esas que evaluamos como las que nos convienen, las que «aportan valor»; las que nos colocan en las vidrieras de la moral bajo las etiquetas que dicen: responsable, serio, productivo, decente … gente guay.

¿Cómo lidiarán los demás mortales con sus 24 bestias procrastinadoras durante este confinamiento?

Yo, por lo menos puedo saber un poco sobre la procrastinación de la población de mi barrio a través de los sonidos que se deslizan desde las casas de sus habitantes hasta mi sala, mi cocina, mi baño o mi aposento.

A veces vienen como simples susurros sin fisonomía propia, otras como ruido, debate, estruendo o chirrido declarado. Pero, empecemos por el principio. En la mañana, bien temprano, la cuarentena es muda. No dice nada. Pero poco a poco, va despertando, mostrando sus credenciales. En la calle, por ejemplo, los vehículos pasan con sus motores emitiendo sonidos como con pena de romper el silencio tierno del amanecer. Al alejarse los petardos se van apagando, hasta que el ruido naciente de otro auto empalma con el sonido agonizante del que pasó, como las cuentas del rosario de la abuela que choca sus bolitas en el pabellón de nuestros oídos. Las motocicletas en cambio pasan carraspeando sobre las paredes transparentes del silencio.

En el cuadro de los sonidos que gotean de uno en uno, emerge a ratos el de una bomba de agua que está en la planta baja del edificio. Indica que alguno de los vecinos está despierto y abre alguna de sus llaves, o que después de su rutinaria cagada matutina ha activado el remolinillo de agua de su inodoro.

Pero ese no es el único frente de ataque sinfónico, no.

En el edificio de el lado derecho empiezan a levantarse. Se escuchan dos niños, una hembra y un barón, que pelean mucho durante el día, pero en las mañanas están un poquito más armónicos, se entienden mejor y entablan conversaciones más amables, en vez de esos absurdos debates de la tarde, en los que parecen ensayar las cosas que discutirán en la palestra pública cuando sean políticos o sindicalistas o quién sabe que otra fauna debatidora

Hace unos días, esos angelitos se pasaron toda una tarde acusándose mutuamente de la emisión anónima de un pedo. Sí. Porque para ellos parece ser que la cosa más innoble y recusable que puede hacer un ser humano niño es tirarse un simple pedo y, sobre todo, sin admitir su paternidad.

En esa ocasión, y como casi siempre, no pudieron dirimir entre ellos su diferendo. Entonces recurrieron al arbitraje de su madre que, sobrepasada por el enredo los remitió, sin más trámites, que un estruendoso vayan    a donde su papá, todo esto con la palabra “coño” implícita en el tono, con el recato esperable de una madre que además es profesora. Él, con mucho menos paciencia y habilidad para resolver mediante el diálogo ese tipo tan intrincado de conflictos, con actores tan hábiles en el debate y el refunfuño, optó con sabiduría por el pedestre mecanismo de la amenaza, apelando, para reforzar el recurso , a una de las chancletas que aparentemente batía frente a los rostros de sus expectantes retoños.

Ellos no se callaron de inmediato porque el orgullo, y el afán de inculpar al otro era todavía mayor que el miedo a la materialización de un simple aviso que pocas veces se hacía efectivo. Pero de todas maneras el miedo a la posibilidad real de esos chancletazos preavisados fue operando su magia, y los decibelios del debate fueron buscando los causes del silencio, por lo menos hasta que el próximo gas intestinal aflorara hasta la superficie del planeta tierra y originara otra disputa similar.

Los vecinos del lado de atrás de mi casa ofrecen cantatas diferentes. Ellos a juzgar por la frecuencia con la que lavan sus ropas, son los más limpios de todos. En su caso, las señales de humo vienen del patio. El sonido más cotidiano que emite la parte trasera de su casa proviene de su lavadora. Ese artefacto doméstico suena como si intentara mantener su rugido entre las tripas. Quizás, si no fuera por la cataplasma de silencio que esta cuarentena arroja sobre el barrio, ese artefacto no estaría tan presente en mi aposento, en ocasiones haciendo que mis pestañas venzan las resistencias de sus legañas mucho antes de lo deseado.

Decía que mis vecinos de atrás, por la frecuencia con la que lavan, parecen ser los más limpios, aunque bien podría ser lo opuesto, porque como es bien sabido, el que mucho limpia es porque mucho ensucia. Por vía de consecuencia, para lavar muchas ropas hay que ensuciar muchas ropas, o en su defecto volver a lavar las mismas ropas limpias, cosa que no descarto que esté ocurriendo en esos predios. En las tardes ellos suelen cambiar el lado del disco y en vez del mugido estreñido de la lavadora de doble ciclo se instala el griterío de los niños que suben al plato de su casa a volar chichiguas, cometas o papalotes.

Esta actividad, la de volar chichigua, es toda una terapia para muchos de los niños del barrio. Como es de suponerse, ellos, que sienten que existen a plenitud solo cuando se mueven, corren, brincan, vuelan chichigua o discuten por la atribución de la autoría de un simple pedo, habrían de ingeniársela para expresar su espíritu juguetón, al margen, o contra las disposiciones gubernamentales de quedarse en la casa, pero adentro, no arriba como ellos prefieren entender.

Y, para seguir siendo niños más o menos normales a pesar de la pandemia, a pesar de la cuarentena y el toque de queda y a pesar de los peligros de contagiarse, apelan a la estrategia de volar chichiguas desde un lugar en el que ni la policía ni las autoridades sanitarias, ni sus mismos padres se atreven a inmiscuirse: el plato de su casa. Desde ahí ponen a merced del viento sus artefactos de papel, procurando que su empuje los eleve al máximo, para que se peguen cada vez más al cielo, entre nubecillas indiferentes a los colores azules, rojos y amarillos que alternan los arquitectos de chichiguas en los fuselajes de esos artefactos, cuyo derecho a volar o no es ignorado por las políticas públicas sanitarias.

Pero, dejando a un lado el griterío inclemente de los voladores de papel, hilo y pendones, paso a preguntarme por las vibraciones vitales de mi propia casa. ¿Cuáles serán mis sonidos hogareños de cuarentena? Pues bien, vamos a ello.

Una de los artefactos sonoros que más activo es el teclado de mi PC. Y como me imagino que se sabe, los sonidos de unas teclas negras con las letras blancas impresas sobre sus caras no se parecen en nada al sonido sibilante de una chichigua encampanandose y mucho menos, a la estridencia de los debates de niños flatulentos, ni a la potencia de los motores de autos soñolientos, ni al estruendo que vomitan las motocicletas, ni al sonido de vals maquinal de una lavadora. Es más bien un pacífico tableteo, bastante tolerable.

Ahora bien, confieso que no todo en la vida de un escritor en confinamiento es escribir, ni borrar lo escrito, tachar o insertar palabras. Hay más cosas. Como por ejemplo, poner música, pero eso si, música musical. Y trato de hacerlo a un volumen que calculo que no molestará a mis decentes vecinos, pero si que se escuche con bastante energía entre las paredes de mi apartamento, al menos.

En estos días de virus he estado escuchando con sumo deleite al grupo español de rock Héroes del Silencio, especialmente su producción Avalancha, que pienso y siento que con mucho, es la mejor. Avalancha representa el momento culminante de esa agrupación. Me da la impresión de que las anteriores producciones representaron una escalera, un camino de acoplamiento y maduración de todo lo que lograrían luego con ese disco.

(Es curioso que se le siga llamando disco a las obras musicales que ya no se depositan en surcos de vinilo, acetato o silicio, sino en bite, bytes, MP3, o se disponen en streaming).

Las letras de las diferentes canciones de Avalancha logran una poesía de gran poder sugestivo. Es impresionante la majestad poética que ha alcanzado la literatura del arte popular en las letras de estas canciones. En ellas resuma la potencia de comunicación de muchos de los   mejores poetas del siglo XX.

Y es que la música de Avalancha logra subir y bajar el espíritu como esas chichiguas que a veces quieren instalar entre las mismísimas nubes sus vibrantes colores; y otras, descienden en picada contra los doce mil voltios de los cables más altos del tendido eléctrico, pero que a sabiendas de que tienen a un niño en el otro extremo de los altavoces, que solo quiere divertirse un poco en tiempos de cuarentena metafísica, vuelven y se elevan, describiendo una suave curva de profundo misticismo.

No sé si los agresivos acordes de las guitarras de Avalancha invaden como ruido indeseable los espacios privados de mis vecinos. Si es así que me perdonen los astros que me pusieron en la órbita del deleite que reservan los recovecos de esos pentagramas a quienes se postran ante sus corcheas y sus claves de sol. Pero si las lavadoras rotan sus cilindros a cualquier hora, si los niños despliegan sus interminables debates sobre sus actividades intestinales sin ton ni son, si el griterío de los voladores clandestinos de chichiguas atiborran el cielo y si el ministro de Salud Pública puede atestar nuestras pantallas de infectados y respetables decesos, entonces yo me siento autorizado a escuchar un rato cada día a auténticos Héroes del Silencio.

Pero no todo el día en mi apartamento es para sonidos de teclados cojos ni para Héroes del Silencio. Hay otros días en que las cebras del calendario son para Joaquín Sabinas. Entonces es cuando pongo la producción Ni tan joven ni tan viejo, Tributo a Joaquín Sabina. En ella cantan diferentes artistas los mejores éxitos del bardo. Son dos CD y cada uno de sus temas se vuelve mi favorito, justo en el momento en que están sonando. Si, es que mi fidelidad es tan recia como la de Joaquín, y sobre todo después de contrariar a Pablo de Tarso cuando entiende que Amor se llama el juego en el que un par de ciegos juegan a hacerse daño.

Joaquín Sabina es un poeta. Sé que digo algo que ya han dicho un millón de personas un millón de veces. Pero bueno, ahora es mi turno de decirlo y no renunció a él. Sabina es uno de los más finos y contundentes poetas de nuestro tiempo, guitarra más, guitarra menos.

Con Sabina las letras de la música popular resucitan la proeza nerudiana de expresar con frescura mundos que nos muestran con impudicia sus tetas; reviven a uno de sus mejores Borges, invistiendo con su frente los entresijos filosóficos de la poesía; retornan a uno de los más conspicuos Cortázar encantando a su Julio y resetean a un Lorca que trastoca en poesía todo lo que toca.

Esto es parte de una fórmula secreta. Cuando quiero elevar el amperaje poético de un día gris de cuarentena pongo estos discos de Sabina. A veces sonrío con sus genialidades, otras, bailo algunos de sus párrafos, otras, mi imaginación se eleva con las chichiguas de los niños y se enreda entre los cables enrevesados de recuerdos y fantasías y cinturas y mejillas escurridizas.

Y para variar, porque los días que torear son demasiados, pongo unas canciones del Viejo Bob, otras de Silvio, algunas de Juan Luis, A love supreme de John Coltrane y por supuesto Miles Davis con su Man wiht the horn.

Mas adelante abrimos un espacio para Wilfrido Vargas, el de los 70, preferiblemente, para que su Pájaro Chowi, su Asi, asi y la mujer con el cuerpo de nevera que se menea más que una batidora logren encontrarse en las mismas entrañas de las ondas hertzianas, aquí, en Los Minas, con Joaquín Sabina, Bob Marley, Silvio Rodríguez John Coltrane, Miles Davis, y porque no, con el Himno a la alegría del sordo dotado con los mejores oídos de La Vieja Europa.   

Ya ven, esta cuarentena es como un sandwich que nos prepara un virus, proponiendo sobre los pentagramas de nuestra cebra los sonidos de lo que somos, el silencio gelatinoso de los que se van, y los filamentos aguanosos de la nostalgia por aquellos días en que solíamos desconocer los felices que éramos.

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