Por Alfonso Caraballo
En la República Dominicana vivimos un momento en el que confluyen discursos que legitiman la violencia y clericales silencios que la abonan.
Por un lado, unos presentan al Estado dominicano como asediado por poderosas fuerzas que amenazan su existencia. Entre esas fuerzas están los Estados Unidos, la ONU y algunos de sus organismos, y, sobre todo, Haití. Para los que así piensan, claro.
Por el otro, los delincuentes de toda laya. Los malhechores que nos asechan desde todos los ángulos de ataque posible: calles, avenidas, semáforos, jardineras, parques, parqueos y un inconmensurable etcétera.
Nuestros más enconados enemigos también están al acecho en la Policía Nacional, el Ejército, la Dirección General de Impuestos Internos, el clero, la burocracia, vigilantes …
Matan a parejas de pastores evangélicos, mujeres que conducen, padres en cumpleaños, monaguillos a martillazos, turistas despedazados, ancianos, parejas, amantes, socios, alcaldes, regidores, senadores, coroneles, guachimanes, jubilados …
Todos quieren nuestro dinero. Todos nos sopesan, nos persiguen, quieren asaltarnos, estafarnos, embaucarnos, diluirnos en el fregadero o el lavamanos.
Una manada de dráculas va tras nuestras chequeras, nuestras tarjetas de banco, nuestras tímidas alcancías, nuestros empleos, nuestros seguidores en las redes, nuestro impudor explotable…
Y las chapiadoras que saltan desde el quirófano al corazón dorado de un pariguayo o un narcotraficante, armadas con sonrisas y grandes tetas de silicón y aliento de caja registradora en las braguetas.
Y no falta la amenaza de la adolescente que busca la cartera de un viejo entre los pliegues de unas sábanas tan lascivas como fríamente calculadas.
Y la violencia de una pensión indignante, o de la astronómica factura que le sigue a la bata blanca.
La violencia es una fractura de la confianza que nos pasa su factura en el atraco.
Es tanta la violencia que tememos, que sufrimos, que esperamos, que sospechamos, que ya, subrepticiamente, se transforma en cultura, en extraña forma de expresar ternura, como una madre a la que vi en el parquecito de la equina, diciéndole a su niñito lloroso:
—«Ven coño, hijo 'e tu maldita madre, toma tu biberón».
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Autor

- Alfonso Caraballo es periodista, egresado del Instituto Dominicano de Periodismo (IDP).
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